Visto
de esta manera, el recipiente de lo japonés (se trate éste de Tokio, un choume, una casa, un sobre de papel o un
habitante) no concentraría en su interior ninguna pauta divina, es decir ninguna
alma celestial que desde adentro activara un cuerpo sin vida. Los recipientes
estarían vacíos, según el punto de vista cristiano, ni vivos ni muertos.
Y entre un sobre de papel y otro, no habría nada, sólo más vacío, el
mismo vacío. Ningún recipiente supuestamente superior que los contuviera y
reemplazara, ninguna casa que de un modo impermeable ocultara los papeles en su
interior y los enmascarara presentándose como ‘la Casa de los Sobres’. Las
casas sólo serían eso, casas; recipientes vacíos que no esconderían nada en su
interior, aunque sobre las maderas de su suelo y bajo las cañas de su tejado,
habría sobres de papel, paquetes de regalo, kimonos de seda, flores de gerbera rodeadas
de mahonias y los pasos de unos niños jugando en el tatami. Y más allá de las
casas, en el mismo hábitat podría seguirse con Tokio, otro gran recipiente vacío
que no escondería nada en su interior, aunque envolvería cientos de camionetas
de reparto, huéspedes en los ryokan
que se desvanecen a la sombra de los shoji
(los tabiques móviles de papel), gruesos pinceles a tinta negra que seleccionan
su escritura entre mil clases de papeles -algunos de arroz, otros de pajas
claras o libretas cuyas páginas han sido dobladas y cosidas, y sus bordes
deshilados más que cortados-, lucecillas que en la noche caminan en las cestas
de las bicicletas, oficinistas trajeados que desfilan solitarios hacia los
salones de pachinko, escolares de
excursión, sake en vasos de madera, plantas
de distintas especies y colores que crecen en diminutos tiestos blancos,
zapatillas ocultas debajo de las escaleras: ‘cosas’. Es decir, Tokio simplemente
sería aquellas pequeñas ‘cosas’.
Unas ‘cosas’ que aparecerían como estructuras productivas vestidas de
imaginario que construirían (sin añadidos, completamente vacías) la propia
escritura.
Precisamente
para leer esa escritura se puede viajar a Japón: “yo soy allí un lector, no un
visitante” desvelaba Barthes.