miércoles, 27 de junio de 2012

IV. Tokio y el cielo


























Aunque no halara de Japón, hay algo que escribía Calvino en las “Ciudades Invisibles” que podría quizás transcribirse aquí; si en un intercambio de sujetos pensáramos en una hipotética Tokio y el cielo (en vez de “Las ciudades y el cielo”), podría imaginarse:
“En [Tokio] que se extiende hacia arriba y hacia abajo, con callejas tortuosas, escaleras, callejones sin salida, chabolas, se conserva un tapiz en el que puedes contemplar la verdadera forma de la ciudad. A primera vista nada parece semejar menos a [Tokio] que el dibujo del tapiz, ordenado en figuras simétricas que repiten sus motivos a lo largo de líneas rectas y circulares, entretejido de hebras de colores esplendorosos, cuyas tramas alternadas puedes seguir a lo largo de toda la urdimbre. Pero si te detienes a observarlo con atención, te convences de que a cada lugar del tapiz corresponde un lugar de la ciudad y que todas las cosas contenidas en la ciudad están comprendidas en el dibujo, dispuestas según sus verdaderas relaciones que escapan a tu ojo distraído por el trajín, la pululación, el gentío. Toda la confusión de [Tokio], los rebuznos de los mulos, las manchas del negro humo, el olor del pescado, es lo que aparece en la perspectiva parcial que tú percibes; pero el tapiz prueba que hay un punto desde el cual la ciudad muestra sus verdaderas proporciones, el esquema geométrico implícito en cada uno de sus mínimos detalles.
(…) Sobre la relación misteriosa de dos objetos tan diferentes como el tapiz y la ciudad se interrogó a un oráculo. Uno de los dos objetos –fue la respuesta- tiene la forma que los dioses dieron al cielo estrellado y a las órbitas en que giran los mundos; el otro no es más que su reflejo aproximado, como toda obra humana.
                  Los [visitantes occidentales] estaban seguros desde hacía tiempo de que el armónico tapiz era de factura divina; en este sentido se interpretó el oráculo, sin suscitar controversias. Pero [los japoneses habían extraído] la conclusión opuesta: que el verdadero mapa del universo es la ciudad de [Tokio] tal como es, una mancha que se extiende sin forma, con calles todas en zigzag, casas que se derrumban una sobre la otra en una nube de polvo, incendios, gritos en la oscuridad.”

Los nipones sabían que el tapiz perfecto, reflejo de la ciudad, no lo habían hecho los dioses, que ese esquema geométrico pulcro y rotundo era claramente una concepción propia de los hombres, ya que estos no habrían sabido idear nada más. Los japoneses sabían que el verdadero esquema del universo, diseño que se escapaba de la capacidad de cualquier hombre, era la frágil y compleja realidad tortuosa que se observaba en las calles de Tokio. Y que el perfecto tapiz era sólo un reflejo simplón que estructuraba, en la limitada imaginación del hombre, aquella bella y sombría realidad.