¿Por qué el cielo es azul?
Diez pasos
largos al borde de la acera te hacen descubrir la vista amplia de la ciudad. Un
cielo claro con nubes en forma de siluetas fantasmagóricas adornan al sol que
pega pleno. Un aire refresca el andar por en medio de la montaña citadina. La
modernidad de Montjuic no estorba. Una montaña que mira cautelosa a Barcelona.
El estadio olímpico se postra muy arriba como dueño del lugar. Una plaza
descansa en sus faldas con fuentes de agua que nunca paran. Los niños juegan a
ser libres, corren, se caen y, sin dejar de reír, vuelven a levantarse.
Recostado en esos pilares blancos que soportan una estructura en círculo, un
viejo le da la bienvenida a sus nuevas canas con la camisa desabrochada y con
un libro en mano. Seguí por la acera cuesta abajo, donde los árboles acompañan
con su orden matemático. El poble Espanyol muestra la conciencia histórica. Una
pequeña ciudad amurallada con sus piedras cafés y sus largos patios interiores.
Los coches suben, las bicicletas bajan, yo sigo de pie. Paso por una esquina
donde unos abuelos juegan petanca, sus voces roncas resuenan como toda la vida.
Estoy a 173 metros sobre el nivel del mar, donde los pájaros se sienten más
cómodos y parecen volar mas bajo. Las calles están trazadas como venas en cuerpo
humano. La planificación perfecta con el asfalto impecable rodea la montaña.
Unos jóvenes bajan en la escuela de educación física. Atrás de ella,
instalaciones deportivas se mezclan entre lo natural.
Lo natural se
parece en todos lados, no cambia a pesar de la mano del hombre. Los cerros
orientales tan solemnes vigilan a la Bogotá que late y transpira en sus pies.
Una cordillera que celosa como es, protege a su ciudad de otros paisajes. Una
reserva natural donde vas en teleférico viendo como lo aglomerado de bloques
citadinos se transforma en naturaleza pura. Donde la masificación de personas y
de modernidad amenaza sus relieves, donde el aire te ahoga. Bogotá es una de
las ciudades más altas del mundo. Estoy a casi 3,000 metros sobre el nivel del mar,
con una variedad de ecosistemas donde el pulmón de Bogotá da albergue a muchas
comunidades. Aquí no se vislumbra ningún mar, la vista es verde y casi siempre
lluviosa, con suerte ese día hay cielo azul. Las personas con sus caras anchas
de pieles curtidas y trabajadas se asoman dentro de sus casas con la humildad
de frente, caminas por ahí cuesta arriba viviendo en carne propia los problemas
de transporte, las vías de acceso que dificultan la conectividad de la
metrópoli con la montaña que pide respirar. Los niños también corren, se caen y
se levantan con tremenda carcajada. Los viejos van abrigados, pero igual se
recuestan bajo un árbol. Por las calles estrechas bajas por escaleras angostas
a más calles con más gente mestiza con ojos vivos de una realidad dura. La
mezcla de los espacios verdes y las necesidades dan ese toque de ciudad
emergente. Donde los problemas surgen y se plantan en busca de soluciones. La
naturaleza hace su trabajo manteniendo el paisaje que aplasta y da una visión a escala; los edificios
altos se vuelven diminutos. El techo de nubes se planta apenas sobre tu cabeza.
Las realidades
pueden ser distintas al ojo humano que ve como el “progreso” se convierte en
sinónimo de bienestar social. Son las coincidencias las que remueven el fuego
de la sensibilidad. En Bogotá se está más cerca del cielo, en Montjuic el cielo
se deja tocar. En lo dos lugares se antoja sentarse, vislumbrar lo que hay,
recordar lo que fue e imaginar lo que se viene. Una introspección al alma, a lo
básico. Ahí, sentado, sin nada más que pensar, la cabeza se llena de paz y se
siente libre de efectuar la pregunta básica de todo ser humano antes de que la
conciencia se empiece a contaminar, donde la inocencia reinaba: ¿Por qué el
cielo es azul?