miércoles, 27 de junio de 2012


¿Por qué el cielo es azul?

Diez pasos largos al borde de la acera te hacen descubrir la vista amplia de la ciudad. Un cielo claro con nubes en forma de siluetas fantasmagóricas adornan al sol que pega pleno. Un aire refresca el andar por en medio de la montaña citadina. La modernidad de Montjuic no estorba. Una montaña que mira cautelosa a Barcelona. El estadio olímpico se postra muy arriba como dueño del lugar. Una plaza descansa en sus faldas con fuentes de agua que nunca paran. Los niños juegan a ser libres, corren, se caen y, sin dejar de reír, vuelven a levantarse. Recostado en esos pilares blancos que soportan una estructura en círculo, un viejo le da la bienvenida a sus nuevas canas con la camisa desabrochada y con un libro en mano. Seguí por la acera cuesta abajo, donde los árboles acompañan con su orden matemático. El poble Espanyol muestra la conciencia histórica. Una pequeña ciudad amurallada con sus piedras cafés y sus largos patios interiores. Los coches suben, las bicicletas bajan, yo sigo de pie. Paso por una esquina donde unos abuelos juegan petanca, sus voces roncas resuenan como toda la vida. Estoy a 173 metros sobre el nivel del mar, donde los pájaros se sienten más cómodos y parecen volar mas bajo. Las calles están trazadas como venas en cuerpo humano. La planificación perfecta con el asfalto impecable rodea la montaña. Unos jóvenes bajan en la escuela de educación física. Atrás de ella, instalaciones deportivas se mezclan entre lo natural.

Lo natural se parece en todos lados, no cambia a pesar de la mano del hombre. Los cerros orientales tan solemnes vigilan a la Bogotá que late y transpira en sus pies. Una cordillera que celosa como es, protege a su ciudad de otros paisajes. Una reserva natural donde vas en teleférico viendo como lo aglomerado de bloques citadinos se transforma en naturaleza pura. Donde la masificación de personas y de modernidad amenaza sus relieves, donde el aire te ahoga. Bogotá es una de las ciudades más altas del mundo. Estoy a casi 3,000 metros sobre el nivel del mar, con una variedad de ecosistemas donde el pulmón de Bogotá da albergue a muchas comunidades. Aquí no se vislumbra ningún mar, la vista es verde y casi siempre lluviosa, con suerte ese día hay cielo azul. Las personas con sus caras anchas de pieles curtidas y trabajadas se asoman dentro de sus casas con la humildad de frente, caminas por ahí cuesta arriba viviendo en carne propia los problemas de transporte, las vías de acceso que dificultan la conectividad de la metrópoli con la montaña que pide respirar. Los niños también corren, se caen y se levantan con tremenda carcajada. Los viejos van abrigados, pero igual se recuestan bajo un árbol. Por las calles estrechas bajas por escaleras angostas a más calles con más gente mestiza con ojos vivos de una realidad dura. La mezcla de los espacios verdes y las necesidades dan ese toque de ciudad emergente. Donde los problemas surgen y se plantan en busca de soluciones. La naturaleza hace su trabajo manteniendo el paisaje  que aplasta y da una visión a escala; los edificios altos se vuelven diminutos. El techo de nubes se planta apenas sobre tu cabeza.

Las realidades pueden ser distintas al ojo humano que ve como el “progreso” se convierte en sinónimo de bienestar social. Son las coincidencias las que remueven el fuego de la sensibilidad. En Bogotá se está más cerca del cielo, en Montjuic el cielo se deja tocar. En lo dos lugares se antoja sentarse, vislumbrar lo que hay, recordar lo que fue e imaginar lo que se viene. Una introspección al alma, a lo básico. Ahí, sentado, sin nada más que pensar, la cabeza se llena de paz y se siente libre de efectuar la pregunta básica de todo ser humano antes de que la conciencia se empiece a contaminar, donde la inocencia reinaba: ¿Por qué el cielo es azul?