jueves, 12 de abril de 2012

Montjuic y Bellver


Mar y tierra. Tierra y mar. Sensaciones de un dejá-vu que no nos abandonará durante todo el trayecto, sea este en Barcelona o bien en la isla de Mallorca. Pero ni la época es la misma, ni mucho menos la arquitectura y, rotundamente, tampoco el entorno. En Barcelona nos encontramos en una montaña, en donde la ciudad se extiende sobre ella, resultado de los numerosos cambios que ha ido sufriendo esta durante la historia, y cuya 
imagen más reciente viene dada por la sucesión de la exposición universal del 29 y las olimpiadas en el 92. En Palma se encuentra en un entorno boscoso protegido, ausente de cualquier construcción.


A la izquierda, las vistas de Barcelona desde el castillo de Montjuic.
A la derecha, las vistas de Palma desde el castillo de Bellver.
Sin embargo, es constante la sensación de que allí, en ese punto, nada más podría tener sentido ni cabida. Atalaya privilegiada sobre el mar, nos permite vislumbrar en lontananza antes que nadie los peligros futuros. Al otro lado, vanguardia o retaguardia según nos orientemos, la ciudad a nuestros pies, vasalla sumisa del poder que la altitud nos otorga, confiada en la protección que le ofrecemos y a la vez temerosa de nuestra vigilante silueta.





El paso del tiempo ha cubierto con un halo misterioso y mágico el lugar, incubando mitos y leyendas que magnifican su simbolismo y lo han convertido en lugar de peregrinación profana, buscando en sus rincones y en la brisa que el mar lanza sobre sus paredes, memorias de otros tiempos, cuando la vida era más dura y más sencilla a la vez, cuando un muro de piedra era suficiente para dar protección y esperanza a quien a él se arrimaba. 
Podrá llamársele espíritu, carácter, esencia, o mil palabras más que nunca podrán expresar por completo lo que de las piedras emana. Pero allí, encaramados en lo alto, sentimos como nos transmite su poder, como nos hace seres superiores al poner el mundo a nuestros pies, semidioses de una efímera fantasía que nos abandona nada más iniciar el descenso. Si miramos atrás, su silueta inconfundible nos vigila. Tanto da que hablemos del castillo de Montjuic o del de Bellver.