Si
imagináramos que aquél viajero llegara a Japón proveído de un avanzado
artilugio capaz de traducir, una por una, cada palabra que escuchara, se
encontraría con que no se enteraría de mucho. Su confusión sería porque el
cambio de lengua no se refiere tanto a las palabras sino a ‘las cosas’.
Para conocer las cosas, el visitante
debería despojarse de su máquina-traductora (de entrada mejor evitar pistas
falsas), liberarse de las imágenes que habían construido sus sueños, olvidar
las figuras escondidas en la densidad de su lenguaje conocido y abrir sus ojos
ante los leves movimientos que marca el discurrir del sutil signo japonés.
El
viajero, ante el saludo reverencial de una mujer a su marido, vería humillación
y ante el que habría entre dos colegas de distinta edad, exageración, hipocresía
y recelo. Acostumbrado a considerar que la formalidad en el código social no es
más que otro elemento de la fachada (de lo externo: aparente y falso) de una
persona (de su interior sin cáscara: directa y pura) el viajero trataría de
señalar su confianza ante sus prójimos mediante una pérdida de código formal.
Así, él hubiera soltado un “¡Qué pasa tíos!” -palmada en la espalda- a sus
amigotes, mientras que a su chica la saludaría con la exhibición de un morreo baboso.
Para pensar en el saludo
japonés, es mejor reproducir directamente el que escribe Barthes: “dos cuerpos se
inclinan muy abajo uno delante del otro (manteniendo siempre los brazos, las
rodillas, la cabeza en un lugar regulado), según grados de profundidad
sutilmente codificados. (…) El saludo puede aquí sustraerse a toda humillación
o a toda vanidad, porque literalmente no saluda a nadie; no es el signo de una
comunicación, vigilada, condescendiente y precavida, entre dos autarquías, dos
imperios personales (reinado cada uno sobre su Yo, pequeña propiedad cuya ‘llave’
posee); no es más que el trazo de una red de formas donde nada se para, ni se
traba, ni es profundo”.
El saludo que el occidental
vería exagerado, aparece como una formalidad acordada, como un grafismo común,
como una coreografía codificada (que puede escribirse para ser leída) catalizadora
de urbanidad.
En la mesa el visitante no encontraría
unos instrumentos metálicos (cuchillo y tenedor) que trinchan los alimentos. En
su lugar unos palillos sujetan y transportan la comida, previamente preparada
en trocitos pequeños, mediante gestos precisos y delicados.
El contacto con los
alimentos es suave, no hay metal que punza una acidez violenta en la comida, en
los dientes y en la lengua, sino unos bastoncillos de madera que suavizan el
contacto. Los palillos no horadan ni cortan, no hieren el alimento, tan sólo lo
seleccionan, toman, devuelven y transportan de un lugar al otro.
Al
mirar las mujeres, el viajero no encontraría una belleza carnosa, plena, pomposa;
al tocarlas no sujetaría unas curvas prominentes y pechos rebosantes; la mujer
japonesa no es explícita, no se desea desnuda.
Para pensar en ella, basta distraerse con las mujeres que describe
Tanizaki. “Aquel pecho liso como una plancha al que se ciñen unos senos de una
delgadez de papel, aquella cintura apenas menos gruesa que el pecho, aquellas
caderas, aquella grupa, aquella espalda recta, aquel tronco estrecho y delgado
(…), aquella ausencia de espesor que más que un ser de carne evoca la tirantez
de una astilla de madera (…). Al verlas pienso irresistiblemente en la varilla
que forma el armazón de las muñecas. En realidad, el torso no es sino un
soporte destinado a recibir el traje y nada más. Estas mujeres (…), están
hechas de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus
vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla (…). Aquellas
mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de
tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un
relieve sobrecogedor.”
En
la ciudad, el visitante no encontraría aquello que solía orientarlo: allí las
calles no tienen nombres. Los japoneses no piensan en identificar las calles,
sino en identificar directamente los edificios y las islas edificadas mediante
una simple numeración. Le resultaría extraño al viajero esa atención a los
edificios, que serían para él aquello que se construye a los lados de las
calles. Sin embargo para los japoneses, las calles -sin nombre- son simplemente
el vacío que se extiende entre las edificaciones.
El occidental estaría acostumbrado a asociar cada calle a un nombre
inscrito de manera permanente, a entender que cada avenida o plaza es una
propiedad nominal, a aceptar que habría un dueño de aquél lugar. Como la Calle
de Ganduxer en Barcelona: Francesc d’Assís Ganduxer i Garriga fue cabeza del
estirpe de terratenientes dueños de los terrenos, casado con Rita Aymerich; su
heredero Pau Ganduxer i Aymerich se casó con Josepa Carrencà… y entre todos,
sin saber muy bien porqué, ni siquiera resignados, los recordamos; asumiendo
que aquello que allí se construya es en cierto modo, suyo.
Los japoneses, sin embargo, identifican numéricamente las
edificaciones simplemente por la evidente necesidad de localización de una cosa
en un lugar: hay un sistema postal, así como de suministro de energías. De este
modo puede encontrarse la casa Moriyama de Ryue Nishizawa: los números 144-0051, como código postal,
localizan el edificio en Tokio, Ota, Nishikamata; mientras que 3-21-5
identifican respectivamente el choume
3 (la parte del barrio), la isla edificada número 21, y el 5º edificio
construido en la isla.
Aunque en apenas cinco números puede localizarse cualquier rincón del
país, dicho código no aparece como elemento que da identidad a las cosas, sino
que son las propias cosas las que identifican el lugar. Dicho de otra manera,
los números no ejercen exactamente como sustituto a “El Carrer de Ganduxer”
–máscara que esconde todo lo que hay en dicha calle-, sino que son sólo dígitos
con la mera función de localización, dejando que únicamente ‘las cosas’ que hay
en la calle -su panadería, su colegio, los niños uniformados y sus cometas
cabeceando- identifiquen el lugar.