El primer día de clase se nos pidió dibujar un
plano de nuestra ciudad natal.
Quedé sorprendida al darme cuenta que era incapaz
de dibujar un plano reconocible de Zaragoza. Quizás porque sólo la conocía de
caminar y perderme por sus calles, y fue al entrar a la universidad dónde me
enseñaron a fijarme en el urbanismo de las ciudades.
Desde que salí de Zaragoza la ciudad ha cambiado
mucho. Siempre he vivido cerca del centro, y los barrios de las afueras para mi
son unos desconocidos.
Apenas fui capaz de dibujar algunas de sus calles
principales, eso sí, la traza que dibujé con total seguridad es la del río
Ebro. Esa grieta que divide la ciudad en dos y que para mi, es dónde mejor se
define Zaragoza.
Por vivir en un margen de la ciudad y estudiar en
el otro, el Ebro siempre estaba presente en mi camino, y eran varias veces al
día las que tenía que atravesarlo por uno de sus numerosos puentes.
Zaragoza la defino como una ciudad de extremos, y al
cruzar sus puentes es dónde más te das cuenta.
Desde el frío helador de invierno que te hace
caminar rápido, encogido y sin apenas hablar para llegar cuanto antes a un
sitio protegido (de aquí nuestro mote de ‘cheposos’), hasta ese calor sofocante
de verano que hace interminable la pequeña pendiente del ‘puente de piedra’.
O las altas crecidas del río, que llegan con los
deshielos del Pirineo y que atraen expectantes a los habitantes de la ciudad, y
su cada vez más preocupante sequía de los meses de verano.
Es aquí, también, dónde entra en juego otro de los
elementos imprescindibles de Zaragoza, el Cierzo. Ese fuerte viento que llega
desde el Moncayo y que en cualquier momento parece que te va a llevar volando
hasta caer al río.
Pero de repente el Cierzo se calma, y amanece un
día gris, de niebla, donde cruzas el puente porque ya tienes aprendido su
camino, pero donde la densa boira hace que desaparezca ese omnipresente Ebro.
Es en este punto del río, con sus variaciones a lo
largo del año, dónde se recogen de manera directa o indirecta todos los elementos
que definen mi ciudad.
Siempre que llevo un tiempo sin volver a Zaragoza,
echo de menos cruzar sus puentes, con el Ebro debajo de tus pies y sentir cómo
el Cierzo te despeja y atolondra la cabeza.