Un libro descansa en una mesa de una casa antigua con sus
piedras manchadas. Un montón de hojas empastadas que combinan con la tarde de
olor a café. Libro que ha visto pasar manos y manos que hojean sus hojas con
ganas de quedarse ahí para siempre. En las plazas de Gracia, centros del
universo del barrio, la diversidad del mundo se siente cómoda y descansa largos
ratos. Ahí, entre sus calles de medida exacta, estrechas y de vida propia, la
gente va y viene huyendo de la sensación de ciudad que se impregna calles
abajo, donde el ritmo se acelera. Es en ese centro cultural condal donde “Los
funerales de la Mamá grande” de García Márquez es hojeado como en La
Candelaria, el centro histórico de Bogotá, donde nació y se puso al alcance de
los transeúntes. Ahí, la gente camina igual que en Gracia, con la piel más
curtida y los sueños más vírgenes. Los edificios antiguos coloridos huelen a
café. Mejor aún, a café colombiano. De carácter colonial, acervo histórico
arquitectónico de una cultura que ya no está. El libro ve pasar gente y gente,
nadie lo roba. Sus hojas amarillas se camuflan con la historia. Un día, Alfonso
su dueño, que lo toca como nadie, se lo lleva a La macarena, un barrio bohemio
que Bogotá se comió, donde las tertulias explotan cada tarde. Los bares se
abarrotan de voces, de ideas. Los teatros lucen sus mejores galas y los estilos
se mezclan. En la macarena, patrimonio nacional, las casas están en la montaña,
con sus cimientos sobre relieves con calles en subida. Ahí, la diversidad se
divierte y descansa cuando viaja a Latinoamérica. Una efervescencia de voces
artísticas con ganas de comerse al mundo se asocian y visten al lugar. Los
cerros orientales arropan el barrio y los deseos humanos que adornan el espacio
cultural bogotano. Las casas bajitas antiguas con sus dos pisos que han
albergado generaciones de ilusiones
frustradas que se perdieron, que nacieron en esos cafés y se ahogaron en la
barra de algún bar. Alfonso y su libro pasan los días tranquilos hasta una
tarde lluviosa cuando a ese viejo empastado le nublan la vista. Doce horas
interminables en la oscuridad, acordándose de las tardes de café, las noches
bulliciosas, de la cultura que entraba por la puerta y se quedaba para siempre,
de esas tardes que ya no vendrán. Siente las hojas caer cuando la luz llega.
Alfonso abre la caja de cartón y saca esa novela concebida en el viejo Macondo,
y lo ubica en una mesa pegada a la ventana. El viejo libro sabio observa el
paisaje, ve las plazas con gente de distintas razas interactuando entre si, sus
casas bajitas antiguas de piedra sucia. A lo lejos, una ciudad cosmopolita vive
a ritmo veloz. Se sabe en Bogotá, hasta que escucha el catalán de las
conversaciones trasnochadas y del café, no colombiano, pero igual rico. El mundo
tiene esas conexiones donde la cultura mueve los hilos de la vida, el anciano
empastado siente unas manos que lo toman y lo leen, sonríe, se siente feliz.