miércoles, 27 de junio de 2012

El viejo letrado


Un libro descansa en una mesa de una casa antigua con sus piedras manchadas. Un montón de hojas empastadas que combinan con la tarde de olor a café. Libro que ha visto pasar manos y manos que hojean sus hojas con ganas de quedarse ahí para siempre. En las plazas de Gracia, centros del universo del barrio, la diversidad del mundo se siente cómoda y descansa largos ratos. Ahí, entre sus calles de medida exacta, estrechas y de vida propia, la gente va y viene huyendo de la sensación de ciudad que se impregna calles abajo, donde el ritmo se acelera. Es en ese centro cultural condal donde “Los funerales de la Mamá grande” de García Márquez es hojeado como en La Candelaria, el centro histórico de Bogotá, donde nació y se puso al alcance de los transeúntes. Ahí, la gente camina igual que en Gracia, con la piel más curtida y los sueños más vírgenes. Los edificios antiguos coloridos huelen a café. Mejor aún, a café colombiano. De carácter colonial, acervo histórico arquitectónico de una cultura que ya no está. El libro ve pasar gente y gente, nadie lo roba. Sus hojas amarillas se camuflan con la historia. Un día, Alfonso su dueño, que lo toca como nadie, se lo lleva a La macarena, un barrio bohemio que Bogotá se comió, donde las tertulias explotan cada tarde. Los bares se abarrotan de voces, de ideas. Los teatros lucen sus mejores galas y los estilos se mezclan. En la macarena, patrimonio nacional, las casas están en la montaña, con sus cimientos sobre relieves con calles en subida. Ahí, la diversidad se divierte y descansa cuando viaja a Latinoamérica. Una efervescencia de voces artísticas con ganas de comerse al mundo se asocian y visten al lugar. Los cerros orientales arropan el barrio y los deseos humanos que adornan el espacio cultural bogotano. Las casas bajitas antiguas con sus dos pisos que han albergado generaciones de  ilusiones frustradas que se perdieron, que nacieron en esos cafés y se ahogaron en la barra de algún bar. Alfonso y su libro pasan los días tranquilos hasta una tarde lluviosa cuando a ese viejo empastado le nublan la vista. Doce horas interminables en la oscuridad, acordándose de las tardes de café, las noches bulliciosas, de la cultura que entraba por la puerta y se quedaba para siempre, de esas tardes que ya no vendrán. Siente las hojas caer cuando la luz llega. Alfonso abre la caja de cartón y saca esa novela concebida en el viejo Macondo, y lo ubica en una mesa pegada a la ventana. El viejo libro sabio observa el paisaje, ve las plazas con gente de distintas razas interactuando entre si, sus casas bajitas antiguas de piedra sucia. A lo lejos, una ciudad cosmopolita vive a ritmo veloz. Se sabe en Bogotá, hasta que escucha el catalán de las conversaciones trasnochadas y del café, no colombiano, pero igual rico. El mundo tiene esas conexiones donde la cultura mueve los hilos de la vida, el anciano empastado siente unas manos que lo toman y lo leen, sonríe, se siente feliz.